martes, 9 de abril de 2013

ANONIMATO, ESCRACHE Y PODREDUMBRE



En una novela negra, a medida que avanza el relato, el lector va encajando piezas, y la historia que acaba de leer va cobrando otra perspectiva. La realidad que percibió en una primera lectura cambia: los pequeños gestos se convierten en señales relevantes sin los cuales no habría tenido lugar el crimen.  Aquel pastelero al que el protagonista compraba una bamba de nata los jueves, un Volkswagen negro esperando para aparcar, una placa que anuncia el domicilio de un dentista, pasan de ser simples adornos narrativos a convertirse en piezas indispensables para la trama.

Durante los últimos años nuestra realidad ha cambiado tan rápido que a veces tenemos la impresión de estar descifrando las claves de nuestra propia novela. Y aquello que durante décadas nos pareció irrelevante, inevitable o perfectamente natural, ha pasado a convertirse en una pieza más que, junto con otras nos está llevando a la consecución de un terrible crimen.

Cuando con 25 años emigré a Madrid desde una pequeña provincia, muchos de mis amigos emigrantes, los más cosmopolitas, argumentaban que uno de los atractivos de un lugar tan inhóspito era el anonimato. Era tan importante esa sensación de libertad en la gran ciudad, que muchos de ellos afirmaban que ya no podrían vivir en un pueblo donde mil ojos te vigilan.

Yo sin embargo siempre eché de menos el saludo de una vecina, la sonrisa del pastelero al que compraba una bamba de nata los jueves, la sensación de ser conocida y única en la comunidad, de que todos supieran dónde había estudiado, y quién era mi abuelo.

Después de más de 15 años en el mismo barrio, y especialmente después de aquel 28 de mayo de 2011, a veces creo sentir esa imagen de pueblo, cuando paseando por el parque saludo y reconozco a la mayor parte de viandantes con los que me cruzo.

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Frente a mi fregadero hay una ventana que da a un patio y tras el patio una calle poco transitada. Hace unos días estaba fregando platos después de comer a la vez que observaba una escena, una escena que hubiera llamado la atención de cualquiera por el gesto desencajado de su protagonista.

Era un joven que salió del coche donde había estado discutiendo con su chica durante unos largos minutos. Salió por la puerta del copiloto pero no la cerró. Ella arrancó con intención de marcharse, era extraño porque nadie cerraba la puerta. Entonces el muchacho se interpuso en la carretera impidiéndole el paso. Finalmente ella retrocedió. Él empezó a cojear como si estuviera herido en el pie, gritándole que le había atropellado y finalmente volvió a entrar en el coche y cerró por dentro.

Dentro del coche el muchacho se comportaba de manera histriónica, a ratos lloraba, a ratos gritaba descompuesto, a ratos intentaba besar a la chica, a ratos se quedaba petrificado, ido, inmóvil. Ella estaba tensa pero muy segura. No se dejaba tocar, le pedía que se fuera, negaba continuamente con la cabeza y con la boca. Tenía la firme determinación de no ceder y la paciencia suficiente como para esperar a que el chaval se fuera, pero él no se iba.

Yo  había terminado de fregar cacharros, pero continué con la encimera, la ventana,... me iba pero al rato volvía.

Estaba en el salón cuando escuché gritos y corrí a vigilar. Era el chico, estaba fuera del coche. Había un Volkswagen negro en mitad de la calle, como esperando a que el coche de la joven desaparcara. Él de nuevo impedía el paso. Se ponía delante, incluso se subió de pié en el capó. Se arrodillaba en plena calzada. Entonces me asomé a la ventana y le grité:

-¿Es que no sabes entender un NO?, ¡Deja en paz a la chica de una vez!-

Otra voz femenina también le increpó desde otra ventana. Entonces él nos desafió:

-¡Métete para dentro, cotilla, o te reviento la ventana!.-

Por fin, aprovechando el pequeño despiste, la joven pudo escapar. Lo malo es que el muchacho se metió en el Volkswagen que yo creía que esperaba para aparcar, y el conductor, que al parecer era cómplice, aceleró a lo bestia para perseguir al de la chica.

Cerré la ventana pero el eco de las palabras del chaval retumbaba dentro de casa: ¡Métete para dentro cotilla!.

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Entonces empecé a encajar piezas: los escraches, los maltratadores, los psicópatas, las cargas policiales.

¿Y si resulta que ese anonimato de la gran ciudad a quien protege es a los infames?. ¿Y si en realidad cuando nos escondemos, cuando nos avergonzamos de nuestros actos, cuando evitamos las miradas de los vecinos es porque queremos realizar actos inaceptables o delictivos?.

Es verdad que todo depende de lo que la sociedad considere vergonzoso. Es cierto que en círculos infestados por posturas fundamentalistas o moralizantes la ética puede estar desvirtuada. Pero en un pueblo sano, conocer de cerca a nuestros vecinos nos protege de lo perverso, mientras que el anonimato facilita las bajezas de psicópatas, maltratadores, pederastas, malos profesionales, corruptos, ladrones, estafadores o jóvenes posesivos y machistas.

Si un dentista estafa y engaña a sus pacientes, no podrá sobrevivir entre los que le conocen.  

Si una alcaldesa se sube el sueldo nada más acceder a su cargo, será inevitablemente señalada por sus vecinos cada vez que salga de su casa, entre en un restaurante o lleve a su hijo al colegio.

Lo que ahora se llama escrache es la reacción natural en un pueblo sano, en el que los ciudadanos se reconocen entre sí y saben que si uno se desmadra los otros estarán ahí para reprochárselo, para avergonzarle, para afearle su conducta. Saber dónde vive un dentista, una vicepresidenta, un maltratador o un cirujano es lo natural en un país sano, en un pueblo que sabe defenderse de su propia podredumbre.